sábado, 17 de noviembre de 2007

La Monja Caníbal







El camino al cielo pasa por el estómago.

Hay hombres cargando su destino en las líneas de la mano. Unos saben a vino de barco, otros a carreteras circunvalando volcanes, hay hombres con sabor a sal.
Cuando quise casarme con Dios sospeché acerca de su sabor. ¿A qué sabrá Dios?
La gente se ríe de nosotras asegurando: “Las monjas se casan con Dios porque no hay Dios que se case con ellas”. A mi me tocó un matrimonio con familiares felices, una iglesia de pueblo sevillana y muchas primas quietas en una fotografía, usada para encender fuego, años después .Cada mañana en el convento, al escuchar a las hermanas cantando, sentía una especie de asfixia elemental. ¿A donde van esas canciones si la cúpula del claustro esta cerrada? Sellada en cruz, como la cáscara de un huevo.
¿Cómo podía ser útil a la humanidad? Mis pasos seguían el sendero sonámbulo de las hormigas cuando no hay nada para cargar. La paciencia nunca sirve cuando el resultado es improductivo. Esperé calladamente, me azoté lo necesario, subí por las paredes… Algunas tardes una mariposa helada abría mi ombligo, bebiéndose un néctar amargo, fruto del padecimiento vital. Quería servir, solo servir, mis acciones no acabarían en el abrir y cerrar de un libro. Mi alma tenía deseos de saciar otra sed. Llegue a pensar en el martirio de Cristo, era la forma de ayudarlo a no sufrir, pagaría su sacrificio. Penando a oscuras, sin reposo, estática y frágil. El más terrible tormento es no hacer nada. Pregúntenle al INEM.
La madre superiora cuando supo de mi salida a la Isla de Pascua cerró los labios y abrió los ojos, reculando hacia el centro de su angustia. Su silencio aún me persigue, cuando retrocedo en el vídeo de mi vida.
Luego de mil situaciones absurdas llegué a la Isla, encontré estatuas tensas, medio bizcas. Ojeando el final del mundo. Un paraíso dudoso lleno de vacilaciones entre ser sólo alma o sólo cuerpo, aquel universo siempre expuesto al peligro del desenfreno. Mujeres tatuadas, hombres expertos .Pájaros cantando, espantando a los Dioses que vociferaban en la voz del viento. Sucedía así el misterio perfecto. Su felicidad carecía de risas, los niños subidos a tortugas disparaban piedras volcánicas en los ojos del agua. Cada noche había una fiesta donde cambiaban de nombre las cosas y terminaban cambiándose ellos mismos. Hombres en mujeres, mujeres en algas. Los viejos saltaban como jóvenes, los jóvenes balbuceaban como bebés. Los niños desaparecían entre la humareda del incienso.
Al terminar mi primer invierno concebí un Dios único y perenne .Los hombres construyen por su necesidad una imagen para sopesar su bien y su mal. Los Dioses de la Isla de Pascua no sabían del Rocío, de la Inmaculada Concepción o Lourdes. Su gente peregrinaba dejando manjares a sus pies cada primavera marcada como fiesta.
En una de esas celebraciones por fin entendí el infinito. “La carne de tu madre se me queda pegada entre los dientes.”Sonó detonante el insulto. Asustados, espantados cada cual se refugió donde pudo. Los dos implicados quedaron enfrentados a la luz del fuego, comenzando una lucha, acabando con una muerte.
El silencio amparó la imagen, desgarradora y triste. Saliendo de sus escondrijos aparecieron los demás. Destajaron el cadáver, se lo comieron sin plantearse la mejor parte de su mitad. Me invitaron una oreja, allí comprendí al sabio del pueblo cuando aseguró en un ocaso: “Me gusta la humanidad”.
Primero fueron nauseas, después alcance a saborear. Las orejas guardan como en un CD lo mejor de lo escuchado en toda una existencia…
Así fueron mis inicios, vinieron festividades interminables, acabe confundiéndome entre ellos para no morirme de soledad. Regresé a Sevilla por una enfermedad, nunca hubiese vuelto por mi misma. Habían pasado años. Mi apetito nunca saciado comenzó a recibir gente desdichada, devorándolos con amor. Comí algunos gitanos, son agridulces como el sabor de su suerte. Los negros son duros, algo picantes, nunca indigestos. Los chinos saben a jengibre, a tormenta en alta mar. Los blancos tienen gusto a temor…
Las demás monjas me creen santa, libro a todos del dolor.
Los huesos secos son como almendras, los convierto en turrón.
Los caníbales preferimos a los que carecen de espina dorsal.
Me como a todos, liberando en mi tentación…su corazón.

Richard Villalón
14 de noviembre de 2007
http://www.richardvillalon.com/