Jesusito
Jesusito era sagrado en Navidad, en cada pasillo de
mi casa arequipeña brillaba como una estrella de platina, era hermoso, hasta sentirme sucio. Ojitos verdes retama, como un huayno
lleno de chicha, cercano a la miel. Era un niño encontrado en el río, decían
los cholos. Hasta pensaron que era un “Achicorico”. Un diablo disfrazado
de criatura recién nacida, camuflado
siniestramente para luego dejar sin sueños, ni habla, a quien compadecido, lo
recogía. Jesusito aún así, era el
angelito que cuidaba de mí, de mi nostalgia por una madre desaparecida y un padre fantasma.
Jesusito me quitaba del miedo a dormir solo, del
asma bronquial, dándome humo de ruda,
rezos imitando al borracho del cura. Me salvaba de mis otitis con un cucurucho
de papel periódico quemándose en mi oreja medio podrida...
A esa edad somos
buenos irremediablemente, según te haya tocado en la lotería del destino
o muy malos, si nacías en un hogar donde
la pobreza ladraba necesidades a un eucalipto seco…
Me había tocado vivir entre los buenos, los
excesivamente buenos. La situación de mi abuela me ubicaba en la palabra “niño
patroncito” criado entre el volcán, los indios rencorosos oscuros y las
llamas viéndome fijamente antes de
escupirme para demostrar que no hay
placer sin sorpresa, ni mucho menos amor sin dolor. Era un privilegiado.
Tendría tres años, recuerdo el olor del campo, el
sudor de las bestias… y los pies de las mujeres que venían de recoger agua. De
llorar calladamente a hombres que las habían abandonado como quien deja a un
animal herido por la sierra del Misti, sin tener siquiera la compasión de
acertarles un balazo, para no dejarlas morir solas entre la nieve azul que es el abandono. Ellas
eran las primeras mujeres que me hicieron amar la libertad de elegir, el dolor
secreto y candente que es amar sin tener respuestas claras. La penetración
inútil de la soledad actúa, sin respetar futuros, orificios, ni mucho menos la
belleza de cada cual...
Jesusito llenaba mis horas con historias del *“Pishtaco” cortando cabezas en los caminos alejados,
para luego hacerlas aceite necesario para que las campanas sonaran cada vez más lejos… Herrumbradas, serias
atravesaran las quebradas, los puquiales, la neblina del valle del Colca. Como
verán, Jesusito era un faro necesario,
inevitable, cuando se anda solo de amor. Olía a corcho quemado, a leche de vaca
cortada, cuajada para hacerla queso y alfalfa floreada en lila, como esas
flores raras que alumbran tristes temblando a ciertos muertos.
Comencé a quererlo el día que un rayo mató a mi tía Margarita,
dejándola fusionada en la grupa del caballo con quien desgraciadamente la
tuvieron que enterrar, demostrando que su elegancia cosmopolita había sido un escudo contra la vulgaridad del
resto de la familia. Tarde o temprano viene la muerte encarando que la vida es
su mal juego fatal, paradójico como quien ríe, antes de romperse un diente.
Ese día el horror de la realidad, me hizo abrazarlo hasta
sentir que su corazón revoloteaba como los pajaritos, que negándose a vivir presos, se estrellaban en la jaula
para matarse antes que la infelicidad del encierro los mate.
En ese tiempo ya tenía cinco años, Jesusito creo
trece, fue limpio y bueno hasta dolernos la boca de tanto beso ciego. Luego…
salimos radiantes, estrenados, resucitados, el mundo parecía creado para
servirnos.
Ese amor clandestino, juguete contaminado, palillo
viudo chino, comenzó a exteriorizarse de
maneras turbias, sobrehumanas, errático hasta descabalar brújulas…La hacienda
de mi abuela quedó como detenida en una gelatina cristalina…
El viento traía nuestras voces adornadas de ruidos multicolores,
las gallinas ponían huevos fuera de lo normal. Los cuyes se reproducían como
locos asaltando despensas y azoteas donde secaban maíz. Las acequias arrastraban flores arrancadas por sus aguas, desde allí
arriba, en la puna, donde ni siquiera era necesaria la felicidad.
Así me toco enterarme. El amor no es lo que cuelga
víctima de la gravedad, ni lo que sube intenso para bajar de bruces liviano. El amor quema fríamente, el
amor solamente es como cada cual sepa inventarlo para construir y a la vez derribar
el espejismo que es amar.
Una tarde mi abuela
asombrada por mi falta de enfermedad, hablando bajito, como rezando
aseguró estar contenta por mi salud. Me olió como los lobos,
diciendo que ya no olía a agua de florida, sino a tierra quemada, a piedra de rio,
a pezuña de animal sin dueño. Me aseguró que lo peor era dejar de sentir nuestra
verdad, para conformarnos con la mentira
obligada por los demás.
Así de fácil, decidí que Jesusito era el primer hombre,
la vida sería un desfile de Jesusitos, si no me sabía controlar... “Dicen los
que han amado que amar es dulce y que duele, si eso es verdad, se puede amar y
ser desgraciado”
Hay noches, en las que aparece Jesusito entre mis
piernas, bajo las mantas de la cama, jadeando, mordiéndome las orejas,
lamiéndome como un queso hediondo,
insultándome en quechua. Diciéndome que soy un “Zupaypaguagua” (hijo del diablo demonio) porque no lo dejo entrar en mi cuerpo, volverlo trompo suelto,
cóndor estrellándose en lo viscoso de su luminoso esperma, atragantándose con mi
pelo, hasta morir de una tos capaz de matar a un marciano.
Jesusito aparece cuando voy a la iglesia y veo a un
cura exagerando la llegada de un señor desconocido y lejano, lleno de
cicatrices, preocupado por meternos miedo y desconfianza, para asustados,
tenernos a su pies. Jesusito apareció
tres minutos antes que en Ámsterdam jurara enamorarme de hombres que saltaran al abismo. También cuando escuché
la voz de José María la primera noche en México, llegó para destrozar lo débil
de mi vida y quedarme con lo útil, lo fuerte.
Del Jesusito de carne y hueso supe que había tenido
hijos en tres mujeres diferentes, los tres primeros se llamaban Richard, en
quechua natural y profundo. Había salido de la sierra de Arequipa rumbo a
Ayacucho. Su cadáver ha dejado dudas acerca de cuanto duró la agonía cuando los
militares lo desbarrancaron en un ataque
de Sendero Luminoso y prefirieron dejarlo morir lentamente como se asa una carne para celebrar un
velatorio. Seguramente ese día fue cuando se me cayeron las cucharas de golpe y
porrazo mientras comía en una cena con
un extraño embajador en los Cárpatos o
cuando en vez de sal, eché azúcar a un cebiche en un bosque de la Selva Negra
alemana donde la vida me llevó a reír.
No sé cuando, pero algo de él se seco dentro de mí y
una tristeza viuda se quedó a rugir entre algunas notas de mi mejor canción.
Los Jesusitos posteriores, me dieron algunos palos, otros flores. Con esa
experiencia, descubrí que antes de columpiarme
en el orgullo vacio de ser gay, prefiero ser un buen ser humano.
“Jesusito de mi vida, Jesusito de mi corazón que me
quede como estoy “, porque esta felicidad, muchísimo mucho, me ha costado.
Richard Villalón
Sevilla,
miércoles, 21 de junio de 2017
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Isabel Chiara
*El pishtaco o nakaq es un personaje mitológico de
la tradición andina, especialmente en Perú y Bolivia. En algunos lugares de los
Andes, el pishtaco es llamado kharisiri.1 La palabra pishtaco proviene del
quechua pishtay (decapitar, degollar o cortar en tiras)[ pishtay >
pishtakuy> pishtakuq > pishtaco].2 La leyenda del pishtaco o pishtakuq
como asesino a sueldo, surge entre la población de los Andes peruanos, en
especial en los departamentos de Junín, Huancavelica, Cuzco, Ayacucho,
Apurimac, Pasco y la sierra de Lima, en las épocas de construcción de
ferrocarril, carretera o explotación intensiva de la minería