sábado, 3 de noviembre de 2007

El Cuentacuentos





El mejor medio para hacer buenos a los niños es hacerlos felices.
Oscar Wilde

Cuando el cuentacuentos se volvió invisible, los niños de la biblioteca quedaron mudos. Alto, pelo extraño, sonrisa imantada, los había llevado por países desconocidos en la nave de su voz. ¡Quedó evaporado por encanto!. Ese gigante delgadísimo, fuera de edad exacta, disfrutaba haciéndolos sentirse águilas, búhos o lagartijas fosforescentes. Aquella tarde los había elevado en un grito fuerte, entre la estupefacción y el miedo, los transportó definitivamente al lugar donde la fantasía se vuelve realidad.
Nadie creería años después un cuento donde el cuentacuentos pronunciara palabras mágicas y poniéndose una capa raída hubiera desaparecido ante sus miradas. Ningún escéptico admitiría la velocidad de la sangre de esos niños, despeñada por la montaña rusa del asombro. Basta creer para ver y no al revés, como la gente asegura:”ver para creer”.
La razón para el misterio de su fuga solo la tenía él. Su vida sobresaltada, llena de presiones como prisiones.
El cuentacuentos estaba empachado, sin querer, de todas las preguntas de la inocencia. Estaba harto de ser algo útil solo para momentos desesperados. Rentable para la tiranía de intereses ocultos e insondables.
Nunca supuso que sin frotar la lámpara de Aladino, habría alguien con poder suficiente, para rescatarlo de ese tumulto constante de críos preguntando.
Los padres errando en otra parte de la biblioteca elogiaban como en un “mantra” su capacidad infinita para dejar a los chiquillos callados. Aquella capa lo había hecho esfumarse.
Como en todo cuento no había explicación exacta, pero en el fondo si la tenía. Un dolor seco, duro como migajas de pan esparcidas por el bosque, vivía atormentándolo. Soñaba con regresar del lugar donde se fabrica el sufrimiento. Era el punto oscuro de la ciénaga donde se rebelaba su razón.
¿Cuánto tiempo puede gustarte ser juguete, si la vida te lastima? Había transitado años admitiendo las mil vidas por las que un actor tiene que pasar, nadie en su sano juicio aguanta un juego donde jamás se sabe si alguien ha acertado en ganar algo. Ayuntamientos y alcaldes habían desfilado por sus pupilas. Aplaudían la idea que existiera un ser humano capaz de contar cuentos, alguien vivo para despertar esas partes dormidas en la imaginación de unos niños destinados a repetir vidas llenas de sueños truncados. El cuentacuentos llega abriendo sus libros o al solo hechizo de su palabra, despierta dragones, magos, epopeyas en la mente de cada niño. El cuentacuentos aplica una ternura encontrada en baúles imaginarios, forjando una infancia poblada de cosas más fantásticas que la propia Nintendo, Play Station o como coño se vaya a llamar la próxima máquina para idiotizar al género humano.
Como su oficio era mágico, solo lo usaban, malgastaban y desperdiciaban. Jamás llegaba la recompensa debida. Cada presupuesto de verano, cada festejo del pueblo, cada gasto en las obras públicas humillan a tope a seres que tienen complicidades con elfos y faunos, con hadas y sirenas, con brujas y ogros. Cada año es peor. Los niños van creciendo. Los alcaldes tienen hijos, cuando llegan a la edad de salir de sus casas, dejan de molestar la siesta... el cuentacuentos acaba como un cromo usado de tanto intercambiar historias.
Su espanto creció cuando entró una bruja como concejala de cultura. Un ogro feroz decidió terminar su carrera de cuentacuentos en el Ayuntamiento de “siempre jamás”.
A pesar de su fama, un lobo funcionario fue el único que se negó a cometer la malvada labor de eliminarlo.
El cuentacuentos asustado convocó a todos sus personajes fantásticos en una fiesta delirante, secreta, en sueños. Le aconsejaron usar la capa de la invisibilidad.
Inútil sería raptar a los niños como en Hamelín o hacerlos olvidar el nombre de las cosas. Simplemente era mejor desaparecer frente a ellos, para siempre. Aquellos niños recordarían por años esa alucinada tarde de biblioteca pública y padres furiosos fumando como chimeneas. La historia volvería a todos cuentacuentos .Su futuro sería el castigo para esas personas despiadadas. Cuando en carne propia los padres contaran de sus hijos y su rara profesión. Cuando los alcaldes hablaran de una infancia enquistada eternamente en las calles del pueblo.
Niños perpetuos jugando a inventar mejores realidades. Adormecidos, extasiados, hipnotizados dentro de un insólito cuento de nunca acabar…

Richard Villalón
viernes, 02 de noviembre de 2007

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