miércoles, 1 de octubre de 2008

Oswaldo




Zíngaros: Los romaníes prefieren la forma sin z, porque esta letra recuerda al tatuaje empleado por los nazis en los campos de concentración para identificarlos.

“El Lupo” tenía dientes amarillos, aliento a Pisco peruano, a cigarrillos negros marca “Inca”. Era escultor, había aprendido a darle levedad al metal duro, ponerle forma, transformarlo en ángeles. Llegado de Italia, luego de una escandalosa escala en Cuba. Venia huyendo para darse de bruces con su destino: Emilia. Quien bailaba desnuda para presidentes y señores diputados, cada vez que en 28 de Julio -aniversario de la independencia nacional peruana- la fiesta continuaba…
Él soñaba a gritos con Ferramonti-Tarsia, un campo de concentración especial, allí su familia desapareció cantando canciones zíngaras, bromeando acerca de cómo fabricar un ataúd más barato usando maderas incendiadas en los bombardeos contra Mussolini. “El Lupo” se encontró desnudo, tembloroso, tatuado; justo cuando dos camisas negras borrachos se desatendieron, logrando meterse en la carretilla cargada de muertos lechosos rumbo a la cal viva. Contaba que en un descuido se echó un pedo tan clamoroso y vibrante que los guardias rieron: “Hasta después de muertos, los judíos huelen mal.” El Lupo justificaba:” No era odio lo que cargaban los fascistas italianos, era un herencia oscura alimentada por siglos de resentimiento.” Bondadoso, él nos enseñó a amar su Trieste natal, el lugar más hermoso del universo. Nos cantaba baladas llenas de barcarolas perdidas en la mar y madres llorando un regreso no cumplido. Lupo se casó con Emilia, enseñándole ésta otros horrores. En Perú, las negras como ella, eran pequeñas diosas caprichosas, dinamita entre las piernas y ansias de carne blanca parecida al canibalismo.
Emilia reía sin modestia, contando sus enculamientos de yegua. A partir de la conexión carnal, ese mismo instante, ella salía despedida del mundo. Entregándose a un demonio menos bruto que nuestro diablo...A un Dios más mañoso que el colgado de la iglesia.
Los dos a la vez. Ellos amaban así, a golpes y rasguños. Nunca importó la edad de los nietos, ni la de sus trece hijos misteriosos. Ella alardeaba que en el Palacio de Gobierno la habían bañado con Champán francés mientras un general daba un golpe de estado, nombrándola “la mejor chucha del mundo” (coño en español). “El Lupo” consternado, la perseguía como perro a media paja. Sus encuentros eran sonoros, nada delicados. Visitando la casa de mis abuelos era difícil no enterarme, el abuelo se había levantado cual Lázaro de la tumba y mi abuela lo había cobijado en la profundidad remota de su cuerpo ennegrecido. Mirando trastornada a la pared, haciéndolo su príncipe venusino, veneciano…
“Gulash, fideos de patata y bolas de masa con queso comen en Trieste cuando la mar serena mira con su panza azul el trajín de los pescadores. Las mujeres eran morenas como vírgenes salidas del medioevo y mis hermanos intercambiaban esposas para no aburrirse de los mismos pechos”. Mi abuelo judío sefardita, italiano del norte frente a Venecia, lloraba en un español seco, sin hielo, nadie acababa por entenderlo. Como artista tejía un mundo diferente haciéndose amar por cualquiera para no perderse en la furia del exilio involuntario. Le veía por las calles sucias y malas de Lima, parecía realmente rehén de esa ciudad. Castigado por haberse librado de la muerte, escapando entre los muertos.
Emilia lo amaba, le decía “El Lupo”, así lo apodaron sus hermanos, por lobo, por zorro. Su única astucia fue no tenerle miedo al miedo. Subido a las azoteas, cantaba a voz en cuello extrañas canciones italianas, cocinaba “tuco” (del italiano suco, zumo o jugo de tomate), contando sus mujeres y peces plateados inexplicablemente multiplicados. “El Lupo” supo ser equilibrista de las culturas cruzadas .Tuvo hijos con negras, con cholas, con chinas. Naciéndole bellos, bestias, sangrientos y persignados. Salieron certeros para matar de un solo golpe, tercos por llegar a cimas inaccesibles. Sus hijos sumaron su osadía. Cumplidos los 72 años decidió divorciarse de Emilia, negándose a firmar en el papel “por mutuo acuerdo”.
Él quiso aclarar, dejaba a Emilia, mi abuela:” ¡Por puta!”. Emilia dejó de llorar cuando confesó gritando: “¡el platanero sí me pagaba!”. Lo hacía para compararle al Lupo su Pisco peruano, sus cigarrillos marca “Inca” y los alucinantes tomates domingueros para embelesarnos con su “tuco” italiano.

Richard Villalón.
Sevilla, 30 de septiembre de 2008
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