Tía
Margarita usaba trenzas negras, brillantes de cintas y olor a romero,”
cargaban electricidad”, según su marido. Tenía ojos tristes, de yaraví, labios
casi morados con un tic nervioso, una convulsión parecida a los estertores de la
muerte sorpresiva de un cóndor apedreado
en un campo de maíz.
Llegó
naufragada a aquella casa llena de
maderas cantarinas, humo de fantasmas
lerdos, claros, sin misterios, perezosos. “Se cansan más aquellos que no
trabajan…” decía mi bisabuela, haciendo cuentas entre sus numerosos hijos, no
le cuadraba a quien mejor había querido con el resultado anémico del cariño.
Tía
Margarita fue la primera versión de lo exótico conocida en mi vida. Pintaba las
uñas de sus pies, se negaba a comer con cuchara ciertos alimentos y devoraba la fruta sin pelar. Olía a colonia
inglesa, era moderna como las aspirinas que tomaba cada vez que su tabaco rubio se
agotaba en ese lugar, tan fuera de su lugar.
Hablaba de las ventajas del ascensor…
Venia
de un pueblo supuestamente lejano, al cabo de los años descubrí que solo estaba
a 200 Km. Esa circunstancia irrelevante hacía que sus hábitos parecieran raros.
Cantaba por ejemplo. Tarareaba canciones para barrer, para bordar, para subir
más rápido la levadura dentro del pan. Canciones para reír y cuando harta, se
ponía a llorar, decía que para llorar, lo mejor era llorar. No llenarse de
alcohol y vomitar la tristeza cantando…
Cambiaba
desenfadada las letras de la iglesia, bailaba con la escoba, usaba condimentos
perecidos a piedras preciosas .Las empleadas
se paraban a escucharla horas deteniendo sus faenas. Es más, cuando tía
Margarita llegó a la casa, las malas lenguas aseguraban que las gallinas llegaron
a poner hasta dos veces al día huevos de doble yema, las vacas morían ahogadas
en la leche de sus propias tetas y las
conejas se comían los testículos de los
machos agotados, alucinadas, llenas de un sudor plateado, luego de tanto follar …
Volvió
locos a los hombres de la familia, trotaban como caballos cuando ella caminaba lenta hacia el pozo. Margarita era una
demonia según las mujeres y una yegua en
celo eterno para esos señores que parecían disfrazados de militares, abogados,
médicos, maestros, notarios, curas, farmacéuticos en la oscuridad maléfica de los pueblos de cordillera. El deseo al final desnuda al humano, convirtiéndolo en lo que su aparente
realidad pretende disimular.
Haber
desenmascarado públicamente a sus familiares, delatando sus hambres, sus
necesidades primarias fue la punta del
hilo, en el ovillo eterno del odio desquiciado de mi abuela .Allí comenzó su aborrecimiento
ciego, mi abuela, sistemáticamente hizo de Tía Margarita el blanco perfecto
para disparar la cerbatana venenosa que es la desconfianza. Sus hermanos, tíos,
cuñados, sobrinos, nietos habían caído hechizados por esa forastera fatal, acusada
de haberle robado la voluntad a su mejor
hermano .Margarita y sus artes se encargaban de hacerlo sentir pequeño,
minúsculo ante la parentela. De llevar la bragueta abierta, reírse en medio de
los entierros y jugar a cambiar de lugar las lápidas de los muertos del panteón
familiar, para según él, confundirlos y a ver si de una puta vez se
acostaban hombre con hombre y mujer con mujer sin ningún problema como cuando
estaban vivos.
Mis
tías además decían que en la cocina, Tía Margarita, hacía cosas extrañas .La
solterona mas amargada aseguraba haberla visto
elevarse para alcanzar la lámpara vieja del salón de la casa. Ella por
su parte, sonreía burlona. Un verano en la mesa aseguró que no era malo ser ignorante,
lo malo era sentirse orgulloso de eso y lo peor, no enterarse.
Cuando
avanzaba la noche en esa casona inmensa,
intensa como un mar previo al tsunami, se escuchaban los ronquidos de la
familia, pedos, “ayes “de pesadillas, jadeos como de cuyes “cachando” y mujeres enmudecidas, sorprendidas por maridos
cabalgando una soledad perpetua como las letras de una biblia…
La
familia suponía ser “la mejor” por el peregrino hecho de haber traído el
ferrocarril al pueblo, las aceitunas en salazón y el bórax curtidor del cuero. Siendo dieciocho
hermanos, ricos hasta la vergüenza, vivían albergados, hacinados, alucinados bajo el calor de la seguridad de un clan.
Despreciaban al resto del mundo, hablaban ladrando acerca de lo nacional, era
su símbolo sempiterno. Su patrimonio eran tradiciones nefastas. Según su manido
evangelio de miserables ricos, aseguraban que allí no existían pobres,
solamente gente ociosa muriéndose de
hambre por seguir los vicios de sus padres.
Su
ciudad era la mejor del orbe, resultaba inútil atravesar el mundo para enterarse, el paraíso era ese lugar.
Nadie aclaraba por que se fusilaba con pasmosa
facilidad y se condenaba a cualquiera
por el hecho de no estar de acuerdo.
Con
tía Margarita aprendí a odiar ciegamente las banderas, a deducir que los
nacionalistas “banderistas” son villanos irredentos, obscenos hasta sus sentimientos, capaces de aseverar una
historia construida a su manera, adobada
en sentimentalismos babeantes y “llorantes”. Dibujando en el aire de su delirio,
para ellos, siempre hubo alguien robándoles, sus Alcaldes eran incorruptos como cuerpos de Santo, en sus manos la tierra entera sería
mejor… “Si desaparecieran los asquerosos aquellos que piensan en la puta humanidad y no en sus
paisanos.”
Tía
Margarita cuando hablaban de patria repetía entre sonriendo y asustada: "El
nacionalismo es la piel de cordero que utiliza el lobo racista". “Hablar
de humanidad es siempre muy bonito, pero cuando se trata de engañar al prójimo se van a la mierda esos
discursos terriblemente usados, decolorados como la túnica de la Virgen
que cada año sale en procesión”.
Margarita
repetía ya confundida, casi cansada, estaba allí por su marido.
Domingos
más tarde, cuando la descubrieron
ensangrentada había abortado de un tropezón en el río, aquel fatídico almuerzo espantada por mis tíos y familiares que cantaban
sobre un mantel hecho con la bandera nacional: “El mejor pueblo era su pueblo, habría
que disparar hasta a las palomas que no
fueran de aquí.”
Las
mujeres de la familia aseguraban que había sido a propósito. Ella llena del
color opaco de los vidrios de una iglesia, confesó a gritos espantados que el
mejor regalo para su hijo era haberlo librado de nacer entre la maleza
hedionda de esa maldita familia…
Nunca
dejó de asombrarme sus ganas de querer, su
profundo amor hacia mi tío escuálido,
feo con ganas .Él recitaba como un gurú las dulzuras de su mujer, caminaba la
casa flotando cuando salía de su
alcoba e iba despavorido a tomarse
una copa, porque según él, había visto a
Dios pelando una gallina que en realidad
era un ángel y al demonio pastando
en paz … mientras él eyaculaba a gritos
como un cerdo dentro de ese templo fabuloso que era el cuerpo de su
mujer...
Su
mujer, el territorio que nadie le podría arrebatar, porque en realidad la
patria es el lugar donde vive
completamente libre la libertad.
Tía
Margarita enorgullecida comentaba sin pudor que su marido, atrapado dentro de
ella volvía a la carga, sin sacarla para
enjuagarla, tres veces seguidas. Reía, cuando él en un bautizo, aseguraba que
la mejor manera de gozar era con un dedo dentro del culo y en vez de marcha
atrás, sus movimientos eran para delante,
aunque entrara por detrás.
“Estaban
poseídos, por eso mismo Dios no les daba hijos. Eran cada día más jóvenes
porque el diablo les tenía un papel firmado. Eran más ricos de lo debido porque
su dinero nunca se enterraba en la codicia de un supuesto futuro.” Los
rumores revoloteando por las calles
empedradas de esa supersticiosa ciudad
llegaban a manchar las estatuas, a levantar preguntas:” ¿Y si eso fuera
mejor que rezar o perseguir candidatos safios
que luego dejan todo igual? No importa si de izquierdas o de derechas, al final
ellos siempre pisan a los de abajo.
Margarita
gozaba hasta el límite afilado del dolor, peinaba sus trenzas inagotables de deseos, rutilaba como la
extraña estrella que llegó a ser…
La familia nunca aceptó su alegría, el aire refrescante que traía consigo para
evitar asfixias. La condenaron entre aparentes
comprensiones, nada de compasión .Por eso, cuando esa mañana negra Margarita salió corriendo en su caballo, nadie supuso
que un rayo la esperaba para
cocinarla a fuego violento en esa grupa cariñosa hasta el orgasmo…
Para
enterrarla tuvieron que abrir una zanja ancha, fue imposible descabalgarla. Sus
horquillas habían sido el pararrayos que la desintegró fundiéndola con su
caballo. Mi tío se negó a la misa.
Cuando
llegaron sus misteriosos y decentemente vestidos padres de aquel
pueblo supuestamente lejano, me enteré que
también ellos la odiaron por irse con un
forastero.
Ni
las palabras afiladas de mi familia en el cementerio me han hecho olvidar a Tía
Margarita y juro que nada desde esos años me ha supuesto tanto miedo, como
quedarme lejos de mi país y que me maten a golpes, a cuchilladas, a balazos, a
dudas, a falsas amabilidades. Porque eso somos al final, animales territoriales
custodiando un panteón empedrado de tiranos, abrillantados como héroes.
Me
pregunto si a donde llegamos después de muertos, habrá esa porquería de ser
nacional. Si se exigirá pasaporte o carnet de identidad creando en ese mismo
instante el infierno particular que resulta pertenecer a un solo lugar…
Richard Villalón
Sevilla
jueves, 19 de diciembre de 2013
Ilustracion "Tórtola " De Isabel Chiara