viernes, 23 de junio de 2017

Jesusito

Jesusito


Jesusito era sagrado en Navidad, en cada pasillo de mi casa arequipeña brillaba como una estrella de platina, era hermoso,  hasta sentirme  sucio. Ojitos verdes retama, como un huayno lleno de chicha, cercano a la miel. Era un niño encontrado en el río, decían los cholos. Hasta pensaron que era un “Achicorico”. Un diablo disfrazado de  criatura recién nacida, camuflado siniestramente para luego dejar sin sueños, ni habla, a quien compadecido, lo recogía. Jesusito aún así,  era el angelito que cuidaba de mí, de mi nostalgia por una madre desaparecida y un padre  fantasma.
Jesusito me quitaba del miedo a dormir solo, del asma bronquial, dándome  humo de ruda, rezos imitando al borracho del cura. Me salvaba de mis otitis con un cucurucho de papel periódico quemándose en mi oreja medio podrida...
A esa edad somos  buenos irremediablemente, según te haya tocado en la lotería del destino o muy malos, si nacías en un hogar  donde  la pobreza ladraba necesidades a un eucalipto seco…
Me había tocado vivir entre los buenos, los excesivamente buenos. La situación de mi abuela me ubicaba en la palabra “niño patroncito” criado entre el volcán, los indios rencorosos oscuros y las llamas  viéndome fijamente antes de escupirme para  demostrar que no hay placer sin sorpresa, ni mucho menos amor sin dolor. Era un privilegiado.
Tendría tres años, recuerdo el olor del campo, el sudor de las bestias… y los pies de las mujeres que venían de recoger agua. De llorar calladamente a hombres que las habían abandonado como quien deja a un animal herido por la sierra del Misti, sin tener siquiera la compasión de acertarles un balazo, para no dejarlas morir solas  entre la nieve azul que es el abandono. Ellas eran las primeras mujeres que me hicieron amar la libertad de elegir, el dolor secreto y candente que es amar sin tener respuestas claras. La penetración inútil de la soledad actúa, sin respetar futuros, orificios, ni mucho menos la belleza de cada cual...
Jesusito llenaba mis horas con historias del *“Pishtaco”  cortando cabezas en los caminos alejados, para luego hacerlas aceite necesario para que las campanas sonaran  cada vez más lejos… Herrumbradas, serias atravesaran las quebradas, los puquiales, la neblina del valle del Colca. Como verán, Jesusito  era un faro necesario, inevitable, cuando se anda solo de amor. Olía a corcho quemado, a leche de vaca cortada, cuajada para hacerla queso y alfalfa floreada en lila, como esas flores raras que alumbran tristes temblando a ciertos muertos.
Comencé a quererlo el día que un rayo mató a mi tía Margarita, dejándola fusionada en la grupa del caballo con quien desgraciadamente la tuvieron que enterrar, demostrando que su elegancia cosmopolita  había sido un escudo contra la vulgaridad del resto de la familia. Tarde o temprano viene la muerte encarando que la vida es su mal juego fatal, paradójico como quien ríe, antes de romperse un diente.
Ese día el horror de la realidad, me hizo abrazarlo hasta sentir que su corazón revoloteaba como los pajaritos, que negándose  a vivir presos, se estrellaban en la jaula para matarse antes que la infelicidad del encierro los mate.
En ese tiempo ya tenía cinco años, Jesusito creo trece, fue limpio y bueno hasta dolernos la boca de tanto beso ciego. Luego… salimos radiantes, estrenados, resucitados, el mundo parecía creado para servirnos.
Ese amor clandestino, juguete contaminado, palillo viudo chino,  comenzó a exteriorizarse de maneras turbias, sobrehumanas, errático hasta descabalar brújulas…La hacienda de mi abuela quedó como detenida en una gelatina cristalina…
El viento traía nuestras voces adornadas de ruidos multicolores, las gallinas ponían huevos fuera de lo normal. Los cuyes se reproducían como locos asaltando despensas y azoteas donde secaban maíz. Las acequias arrastraban  flores arrancadas por sus aguas, desde allí arriba, en la puna, donde ni siquiera era necesaria la felicidad.
Así me toco enterarme. El amor no es lo que cuelga víctima de la gravedad, ni lo que sube intenso  para bajar de  bruces liviano. El amor quema fríamente, el amor solamente es como cada cual sepa inventarlo para construir y a la vez derribar el espejismo que es amar.
Una tarde mi abuela  asombrada por mi falta de enfermedad, hablando bajito, como rezando aseguró  estar contenta  por mi salud. Me olió como los lobos, diciendo que ya no olía a agua de florida, sino a tierra quemada, a piedra de rio, a pezuña de animal sin dueño. Me aseguró que lo peor era dejar de sentir nuestra verdad, para  conformarnos con la mentira obligada por los demás.
Así de fácil, decidí que Jesusito era el primer hombre, la vida sería un desfile de Jesusitos, si no me sabía controlar... “Dicen los que han amado que amar es dulce y que duele, si eso es verdad, se puede amar y ser desgraciado”
Hay noches, en las que aparece Jesusito entre mis piernas, bajo las mantas de la cama, jadeando, mordiéndome las orejas, lamiéndome como un queso  hediondo, insultándome en quechua. Diciéndome que soy un “Zupaypaguagua” (hijo  del diablo demonio) porque no lo dejo  entrar en mi cuerpo, volverlo trompo suelto, cóndor estrellándose en lo viscoso de su luminoso esperma, atragantándose con mi pelo, hasta morir de una tos capaz de matar a un marciano.
Jesusito aparece cuando voy a la iglesia y veo a un cura exagerando la llegada de un señor desconocido y lejano, lleno de cicatrices, preocupado por meternos miedo y desconfianza, para asustados, tenernos a su pies. Jesusito  apareció tres minutos antes que en Ámsterdam jurara enamorarme de hombres  que saltaran al abismo. También cuando escuché la voz de José María la primera noche en México, llegó para destrozar lo débil de mi vida y quedarme con lo útil, lo fuerte.
Del Jesusito de carne y hueso supe que había tenido hijos en tres mujeres diferentes, los tres primeros se llamaban Richard, en quechua natural y profundo. Había salido de la sierra de Arequipa rumbo a Ayacucho. Su cadáver ha dejado dudas acerca de cuanto duró la agonía cuando los militares lo desbarrancaron  en un ataque de Sendero Luminoso y prefirieron dejarlo morir lentamente  como se asa una carne para celebrar un velatorio. Seguramente ese día fue cuando se me cayeron las cucharas de golpe y porrazo mientras  comía en una cena con un extraño embajador en los Cárpatos  o cuando en vez de sal, eché azúcar a un cebiche en un bosque de la Selva Negra alemana donde la vida me llevó a reír.
No sé cuando, pero algo de él se seco dentro de mí y una tristeza viuda se quedó a rugir entre algunas notas de mi mejor canción. Los Jesusitos posteriores, me dieron algunos palos, otros flores. Con esa experiencia, descubrí que antes de columpiarme  en el orgullo vacio de ser gay, prefiero ser un buen ser humano.
“Jesusito de mi vida, Jesusito de mi corazón que me quede como estoy “, porque esta felicidad, muchísimo mucho, me ha costado.
Richard Villalón
Sevilla, miércoles, 21 de junio de 2017

Artwork Isabel Chiara


*El pishtaco o nakaq es un personaje mitológico de la tradición andina, especialmente en Perú y Bolivia. En algunos lugares de los Andes, el pishtaco es llamado kharisiri.1 La palabra pishtaco proviene del quechua pishtay (decapitar, degollar o cortar en tiras)[ pishtay > pishtakuy> pishtakuq > pishtaco].2 La leyenda del pishtaco o pishtakuq como asesino a sueldo, surge entre la población de los Andes peruanos, en especial en los departamentos de Junín, Huancavelica, Cuzco, Ayacucho, Apurimac, Pasco y la sierra de Lima, en las épocas de construcción de ferrocarril, carretera o explotación intensiva de la minería